Arturo Capdevila
Un mérito singular tuvieron los árabes: el de jugar al ajedrez. Fastuosos y opulentos, era su tablero de ébano y marfil con cantoneras de oro: las piezas blancas, de cristal de roca; las rojas, de rubí.
No se sabe quienes fueron sus maestros; que los tuvieron, pues nada más insostenible que la tesis vulgar de que aquellos inventaron el juego. Donde quiera que ha ido el investigador -a la China, al Egipto, a la Persia, a la India-, ha encontrado un ajedrez más complicado que el de los musulmanes, más numeroso de piezas y casillas, más abstruso, si se puede decir, y hasta no exento de un cierto carácter esotérico.
El árabe no inventó el ajedrez; lo recibió en herencia. Su virtud consiste en haberlo simplificado y reducido a más humanos términos. Porque aunque resulte extrañamente comteano lo que voy a expresar, el ajedrez nos ofrece sus tres estados bastante precisos: el teológico, el metafísico y el positivo.
En la sabia India, en el severo Egipto, en la profunda Persia, el tablero ajedríztico[1] proponía, más bien que un problema de lógica, como ahora, un enunciado teogónico. Cada pieza era un dios. Acaso para el persa, las piezas negras representaban las funestas fuerzas de Arimanes, y las blancas, los salvadores poderes de Ormuzd. En la India sería el ajedrez como quien dijera el Ramayama vertido a tablero; o más aún, el Bagavah-Gita traducido al marfil.
La etimología nos revela el origen persa de algunas piezas, como el alfil, nombre procedente de “pil”, vocablo que en la lengua del Zend Avesta significa elefante. En son de trivial referencia recordaré que el Alfil se denomina el loco, fou, entre los franceses, -y de ahí su gorro de bufón en los diagramas, - y bishop, obispo, entre los británicos. Desearía conocer exactamente algún día las relaciones que haya entre un elefante, un obispo y un loco...
Nadie dará jamás con su origen. Y así han salido frustrados los intentos de hallar el del ajedrez. Sin asomo de propósito irónico, es dable preguntarse si lo hubimos por la revelación, o si poco a poco se fue constituyendo y perfeccionando. Yo me atrevo a creer que nació perfecto. Me atrevo a creer que fue la aplicación ingeniosa de alguna serie matemática, de algún desarrollo algebraico. A menudo ocurre de tal modo con las conquistas de la ciencia: esto se queda para el estudioso; estotro se deriva hacia el esparcimiento de salón.
El juego de las damas, que algo se le asemeja, tiene su origen bien averiguado en los altos números. Yo he leído en algún lugar que ya ha sido descubierta la síntesis matemática de tal juego, a punto que jugando con justeza, el que sale gana. Podrá también hallarse con los años la síntesis ajedríztica, y habrá entonces, para pobreza nuestra, un misterio menos en la tierra. Las piezas blancas triunfarán siempre, es decir, las fuerzas puras de Ormuzd, como está escrito.
Para los árabes tuvo el ajedrez un interés exegético. La libertad que el Corán les negaba, dábasela el tablero. Atenidos, de labios afuera, a la ortodoxia coránica, decían saber que todo viene de Alah; más, corazón adentro, no acababan de proponerse el por qué de la buena o mala andanza. No les respondía el fatalismo valederamente. El ajedrez, en cambio, les sugería la deseada verdad.
En efecto, todo el juego contiene la explicación del destino, de acuerdo con el principio hindú del karma, en el que se le concibe inteligente y justiciero, esto es causado rigurosamente por nosotros mismos.
Veámoslo. Siéntome a jugar frente a mi maestro, por libre y mutua voluntad; lo que enseña, no bien se “trascendentaliza”, que si en el mundo estoy moviendo las piezas de la vida, nadie, sino yo mismo me lo impuso así. Estamos frente a frente, dotados de idénticas posibilidades. Esto me da la noción del frente a frente que es de rigor en la vida, y de la originaria igualdad que es de su esencia. Más como la acción a que se está consagrado no puede realizarse sin la modificación, la absoluta igualdad se destruirá muy pronto, mediante los actos libres - hay que decir de algún modo - de cada jugador. Igualdad absoluta significa treinta y dos piezas en reposo: así no se juega. Así no se vive tampoco.
Más la desigualdad proveniente de la acción no será ni casual ni arbitraria, ni siquiera fatal en el sentido desolante: se fundará en la ley de la estricta justicia. El que resuelva mejor su problema, y no el que por ante sí lo imponga, será el superior.
Como en la vida, todo es problema en el ajedrez, desde la apertura hasta el mate. Pero todo es equidad y todo es ley. Tengo aquí peones, Caballos, Alfiles: están medidas mis potencias. Puedo adquirir, sin embargo, nuevas fuerzas por la combinación acertada de las que me han sido consentidas. Y, a la inversa, puedo disminuirlas o perderlas. Nadie sino yo tendrá la culpa de esto. Una combinación errónea me traerá siempre a menos, bajo el jaque del rival. De donde se infiere, provechosamente, que la violenta ambición es perversa consejera, y que tan sólo se ha de tomar en cuenta el interés de la armoniosa verdad.
La multiplicidad de peligros de que vivimos rodeados se evidencia en el tablero. Hemos jugado por fin. ¿Qué hará el adversario?... Es el dueño de innumerables posibilidades; el mero paso de su peón, con ser nada más que un peón, puede comprometer todo mi plan y ocasionar mi ruina. Lección incomparable, que nos instruye en la suprema ley de la relatividad.
¿Y lo que se pierde, se pierde para siempre? El ajedrez nos da un consuelo. Si cuidamos la marcha de los ínfimos peones, tan pequeñitos como son, apoyando su avance con bien distribuidas fuerzas, alguno de ellos entrará a los últimos cuarteles del adversario y será nuestro precio de recate por la pieza grande que entregamos en temerario arranque al lazo del enemigo. Así, del propio error viene a servirse el ajedrizta paciente para la ulterior victoria. Parece que por tales caminos se nos aleccionará de que no hay modesta intención ni altruista constancia que al cabo no fructifique.
Porque todo este juego se funda en el ejercicio altruista de los poderes, como se ve de inmediato cuando se considera que siendo el Rey la pieza menos útil, por él pelean las demás, denodadas y terribles. También se advierte que la pieza jaqueada no atiende nunca a su particular salvación sino a la del conjunto que se le sobrepone.
A pura lógica, a puro rigor racional, se pierde o se gana. Ni azar ni arbitrariedad da o quita el merecido laurel. En la postrera esquina del jaque-mate el Rey se rinde ante las cosas evidentes. Sin amargura ni rencor, el perdidoso aleccionado recomienza la partida...
Pero volvamos a los estados comteanos. El ajedrez de los árabes siguió teniendo por principio, aunque muy morigerado, el del antiguo derecho divino del Rey. No pudiendo sustraerse a las influencias del medio, la edad feudal lo hizo feudal. Lasker denomina esa época los tiempos de las celadas. Se jugaba, en efecto, fuera en la España de Ruy López, fuera en la Italia de Greco el Calabrés, a base de emboscada y de sorpresa. Las grandes piezas dominaban las casillas y hacían, súbitamente, los más atrevidos saltos.
Pero llegaban ya los años de Voltaire, de Rosseau, de Diderot. La organización feudal temblaba. Se proclamaba los derechos del hombre en los libros y en las plazas. Entonces mismo, Filidor, Francisco Andrés Danican Filidor, proclamó en el tablero el concepto revolucionario de los derechos del peón. Y probó su verdad obteniendo asombrosas victorias. Debió escribirse en su epitafio: Destruyó el derecho divino del Rey y de las nobles piezas, y consagró el derecho popular de los peones... Así entró el ajedrez a su postrer estado, el estado positivo del examen, del análisis, de la síntesis.
Cuando digo que los árabes dieron al mundo estupendos regalos, digo apenas la verdad.
Ajedriztas admirables, los califas jugaron en el tablero de las naciones, y sus rápidos Alfiles dieron jaque a media Europa por la blanca diagonal de los desiertos.
Marzo de 1919. (de “Atlántida”)
[1] Ante una consulta de José Pérez Mendoza sobre si se debía decir ajedrizta o ajedrecista, el propio Arturo Capdevila respondía en 1920 que “los diccionarios de la Academia no conocen ni una ni otra voz. Aquellos lerdos lingüistas no han obtenido aún el adjetivo correspondiente al preclaro juego. En cambio, diccionarios como el de Toro y Gómez, traen el vocablo “ajedrizta”, que yo usé. En perfecta libertad de opinión, dado que no hay “legislación académica” al respecto, “debe optarse” –me parece- por lo más eufónico, económico y bello. En consecuencia, prefiero “ajedrizta”; expresión análoga, por su estructura, a la que designa entre nosotros al partidario de Juárez, a quien no se dice “juarecista” sino “juarizta”, con mejor aviso. Embellecer el idioma es también patriótico deber que nadie rehusaría; digamos, pues, “ajedrizta”, en lugar de “ajedrecista”. ¿Por qué? Por razón eufónica, y está dicho todo. No de otro modo se formó nuestro lenguaje: sin más regla ni razón que la exactitud y la armonía.
martes, 21 de agosto de 2007
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